domingo, 23 de enero de 2011

Hombre sin ritmo


        El hombre sin ritmo apoya el dedo sobre el control remoto del televisor y siente una avalancha helada sobre el espinazo cuando, resultado de su maniobra, el refrigerador enciende un ronroneo, débil frecuencia que ama y detesta a un tiempo.

Transcurre un par de minutos y, no sabe por qué extraño motivo, su fascinación se convierte en tristeza cuando se da cuenta que la pantalla del televisor se ha llevado sus imágenes (nunca sus imágenes) a quién sabe qué oscuro estadio en alguna oscura profundidad. Decide entonces encender la radio y lo que en realidad enciende es el concierto del campanario de la iglesia cercana, campanas que se mezclan justo a tiempo con el beat de la canción de moda, polirritmia tan perfecta que ni en Stockhausen o en la música africana. Otra vez feliz, se cansa fácilmente y de un solo tirón de látigo desconecta la radio, mira vencedor los cuernos geométricamente dispuestos en el ápice del enchufe como si un caracolito y hoy en día. En seguida pega un salto, se llena de gozo, pues el acto mecánico de matar temporalmente un aparente aparato todopoderoso de cacofónica sumisión electromagnética genera un desfile vertiginoso de pájaros en bandada, sincronizados mejor que equipo de natación sueco en plena contienda. Un pájaro, otro más, “rara avis”, piensa el hombre sin ritmo y no sabe por qué piensa “rara avis”, si hay sólo deleite simple y puro ante pajaritos que vuelven a su sur, que ingresan en esa mejor pantalla sin proyector, en esa tela sin museo y tan ventana de habitación, al fin; y sí, ahí van, de derecha a izquierda, de arriba hacia abajo y hacia arriba, súbito columpio de manchas aladas, nieve viviente, y el hombre los bendice y los pájaros pasan ignorantes de sentimientos de lo sacro, de kilómetros por hora. Otra vez la tristeza inunda el cuarto y el hombre sin ritmo se consuela a sí mismo, canta hermosas canciones que hace tiempo su madre, piensa que, total, aparecieron a una altura precisa, en una calle precisa, ante sus ojos, para qué encerrarlos en pensamientos, en ojos, en escritos. Al momento se devuelve la vida a uno y otro lado del territorio invisibe y frágil y sucio y burdo y tan vidrio, además, que durante una fracción de segundo les une y desune con este hombre sin ritmo que acierta a exclamar “¡Evohé!” y a reír, a reír, sólo a reír.

Tanto se revuelca de risa que de un golpe deja caer el reloj del velador, éste le muestra con cara de madrastra en ejercicio que ya es tarde, es hora de ir a ganar algo de cobre, no conviene importunar a jefes y clientes. En un ejercicio que superaría la mejor actuación de Frégoli, toma una camisa del canapé, un abrigo del escritorio, zapatos de charol del librero. Sale convencido que ha dejado asegurada o tan sólo cerrada la puerta de la habitación, que está lindísimo y que las imprecaciones de los vecinos exigiéndole parar tanto barullo y tumbos sobre la escalera son palabras de aliento, comprensión y aun homenaje.

Más tarde, en el tranvía, ni el ruido ni el frío le molestan tanto como la gente que a cada parada se balancea, le apretuja y estropea un poquito más los papeles que lleva en la mano. Después, el ejercicio regular de esta inercia le divierte, sabe que atraviesan una zona de la ciudad donde hay un bosque y hay viento; le divierte la conjunción de gentes en vaivén con el sonidos de ramas unas contra otras, por un minuto disfruta de otra forma del mar.

Su ensoñación se quiebra cuando el pasajero de al lado le pide muy educadamente y luego no tanto que no le estorbe y le permita acercarse a la salida. El hombre sin ritmo no discute y atribuye todos sus derechos de pasajero en voluntad de salir a su vecino y, de repente, vuelve el ruido infernal de ruedas sobre rieles. El ruido sería más tolerable si las ruedas fueran cuadradas, mas sabe que son redondas, que chillan despiadadamente; le renace el escalofrío de la nuca al coxis.

Su temor vuelve a transmutarse en gozo cuando sus ojos a punto de llorar se chocan con los de un niño medio vagón más adelante. Entonces, se percata que ya no hay bosque. Pero que hay una plaza con faroles, vagabundos, almacenes, bancas de madera. Deduce que la Navidad se aproxima, hay pocos árboles, dispuestos a distancias razonables y previsibles, adornadas con titilantes estrellas conectadas al alumbrado público. Se da cuenta que el niño ha dejado de verle, que contempla jubiloso los hermosos árboles navideños. El niño empieza a soplar aquí y allá y las luces se encienden y se apagan allá y aquí. Un soplido, muerta una luz, renace, basta otro soplido y allá va otra luz y vuelve como si no. Al hombre sin ritmo le invaden fortísimos sentimientos fraternales y llora de alegría, está decidido a aplaudir, incluso, pero otra distracción le recuerda que aquí se baja y ¡bravo, niño, hazme un bis!, ojalá te encuentre, ¿tomas siempre el mismo tranvía?, bueno, chao, niño.

Mucha es la gente que le rodea tras la caída aparatosa sobre el dintel de la acera. El hombre son ritmo les despreocupa y descubre que ha errado en su parada, pero que aún tiene algo de tiempo. Se limpia el polvo del sobretodo y camina en dirección al trabajo, comprueba que sus papeles están completos y de pronto se detiene en una pequeña rotonda donde una banda va a iniciar un concierto de villancicos. Con toda solemnidad, el director marca la cuenta, pero al momento de iniciar la música, lo que invade el espacio acústico son los chillidos electrónicos, alarmantísimos, de todos los automóviles aparcados alrededor. El hombre sin ritmo bate las manos con frenesí y furia, ¡evohé, evohé!, ya ha encontrado asiento en el borde de una fuente, espera ansioso el comienzo de una nueva pieza y sí, ahí va otra vez el concierto automotor. Muerto de risa se levanta, se dirige a un restaurante donde entra en medio de quejas del jefe insistiendo en que es la última vez, que le va a pesar en el bolsillo. El hombre acata y desentiende el reproche, hace ademán de ordenar los papeles estrujados, los coloca sobre un piano, ejercicio inútil, por demás, sabe que los conoce hasta las pulgas, pero sabe también que es parte del contrato, igual que el ridículo corbatín con el que se ahorca sin éxito aparente, esa chillona mariposa que intentará ordenar lo que dedos sobre teclas deberían apurarse a confundir.

El hombre sin ritmo ataca a piano y comensales por igual: empieza una sonata de Beethoven que termina mágicamente en un motivo de Debussy, destroza a Chopin al estilizar en swing un pasaje entre temas trillados, opta por algún standard de jazz, los dedos se funden con las teclas, con el tiempo; él no entiende lo que toca, ama la enajenación instantánea, se bajaría del taburete a escuchar y a comer y beber un poco, sigue con el walking en la izquierda, golpes stacattos y armonías alteradas en la derecha y, a sus ojos, los clientes se dibujan como personajes de Woody Allen y es Nueva York en Amberes, hila en seguida un tema de Nino Rota, piensa en la Fontana, se dice a sí mismo “¡Marcello, Marcello!”, los inmutables, hieráticos espectadores se transfiguran de nuevo y, grotescos, reclutan circos de tiza y de arpas desdentadas. Él se divierte y le pagan, no importa nada más por hoy. Su mano izquierda se rebela contra la derecha, se escapa del gobierno melódico y explora nuevas métricas y tempos como persiguiendo el humo del tabaco, el vapor del café, las figuras que el té al precipitarse al pozo de la taza, como si una marimba o una kalimba en pleno trance, como si a Jackson Pollock se le diera por tocar el piano. Finge cerrar los ojos y atisba a una que otra señora o señorita y la quisiera sentada a su lado y afiebrada. Sus tendones, sus pulmones, sus ojeras se concertan, se sofocan. Pausa.

El barman chino le ofrece una cerveza que bebe como si fuera la primera cerveza de la creación. El hombre sin ritmo mira a su colega como si fuera el primer chino de la historia. Levanta el vaso y una mujer irresistible lo hace al mismo tiempo en la esquina opuesta a la sala. Él hace un brindis, pero la mirada y la copa de la chica rusa (tiene que ser rusa, esa mirada felina, ese cuerpo y tantas joyas a los 18, no hay duda) se entrechocan con las de un tipo calvo, con buena corbata y buen gusto, que ingresa en mutis inverso a la esquina opuesta del brindis propuesto, tras la rigurosa escapada al lavabo. El hombre sin ritmo se fragmenta. El techo, las baldosas, las plantas, el humo se fragmentan. Quiere beber, pero el vaso está ya vacío, vuelve al piano y, vacío, toca sin ninguna pretensión ni ganas, destoca.

Los clientes vuelven a escucharle. Algunos de ellos miran, absortos se iluminan y caen en éxtasis inusitados, ignorantes de las escalas diatónicas y las puestas en abismo. Otros degustan sus espaguetis a los que consideran pasables y preferirían el grupo de música típica griega o alemana, da igual, que estuvo la semana pasada, algo de respeto, se diría, a la audiencia y a la música, ritmos cadentes de dos, tres o cuatro cuartos, al fin y al cabo es hora de comer y, por sobre todo, piezas que no superen los tres minutos, cada una, en qué mundo se come hoy en día. Un comensal gordo e italiano gesticula y maldice a los cuatro vientos, jura que nunca volverá, pero se queda aun hasta pasada la hora del servicio. Permanece algo grosero, chorreando lípidos a uno y otro lado de la silla, qué sería de él sin su descomunal abdomen, sin su hambrienta billetera.

El hombre sin ritmo recupera la sonrisa, se regodea de alegría, iluminado iluminante, sombra extraña en un claroscuro sin matices. El patrón le mira desconfiado y le pide urgentemente que termine su actuación y pase por la oficina y por la puerta. Pero la sonrisa de este hombre sin ritmo es invencible, todo esto le tiene sin el mínimo cuidado y así, solo y algo ebrio, se marcha por el camino tantas veces recorrido y tantas veces diferente, el pozo de leche en el cielo siguiéndole a todas partes. Sigue de vuelta pero siempre adelante, adelante, adelante, sin acertar a dar un paso igual a otro ni con la misma intensidad, ¡plac, chac, cataplam!, ni con el mismo intervalo, sin lograr mantener siquiera el pulso de una manera coherente, son su sangre bombeando las entrañas como avisos desprevenidos, hipos aturdidos, banda de ladrones que se escapa piel adentro.

(Carlos Arboleda López. Luxemburgo - Madrid. 1999-2000.)

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