viernes, 21 de enero de 2011

Hombre sin sombra


El hombre sin sombra no tiene sombra. Lo sabe. Categórica, empíricamente. Lo acepta. Escoge ser eremita entre la gente, sale poco de día y mucho las noches, sale regularmente solo, sale en compañía de un gato, sale en compañía de la luna. Tanto mejor si luna nueva, ocasión en que se promulga enteramente libre, se declara amigo de hombres, de mujeres, de sus efectos y artefactos. Por 27 días (por 27 noches) desaparece de escena, disimula su carencia de sombra, son pocos quienes pueden advertirlo; ya hace meses ni se preocupa y, por si acaso, ya ha fabricado, y si no, se rumoran coartadas:

un viaje a Calcuta

una diligencia en Australia

una peregrinación a Santiago

un amigo en París

una causa en Lisboa

una amante en New York

la corrección de un artículo

la hipnosis de una tela en blanco

el film irresistible; o, y solo en último caso,

la misantropía.

A pesar y a causa de su rutina noctambularia, el hombre sin sombra mira bien. Demasiado. Sus ojos le bastan para conocer el gozo. Por ello, les regala ritualmente placeres escondidos en objetos que, embelesado, descubre, colecciona, desviste y estudia:

una postal que reproduce un rostro bifronte

un cuento de hadas (más bien, de un hada) que inusitadamente leyó tarde, muy tarde

una reproducción de un cuadro belga que podría desnudarte de un tirón

una reproducción de un cuadro belga que podría ensombrecerte de un tirón

una reproducción de un cuadro belga que supone retratar a un escritor americano

una reproducción de un cuadro belga que supone retratar al mismo escritor americano

una escena de un cierto filme de un tal Hitchcock

una cierta escena arpística y cinematográfica de un comediante gregario, mudo y americano

tres retratos que le han inspirado un escritor argentino siempre viejo y siempre ciego: uno, caricatura, en marcador; otro, naturalista, al pastel; el último, a plumilla, subjetivísimo

un dibujo que lúcidamente hizo y que no entiende ni quiere entender

una caracola recogida en plenos Andes

una pluma de cisne recogida en una laguna flamenca

un cigarro cubano venido desde Holanda

una piedra esféricamente perfecta, obsequio de una chiquilla de cinco años

dos cristales pequeños, provenientes de dos diferentes espejos

una rosa que es una rosa y que es una rosa

una botella chilena que un día tuvo vino y tuvo demonio y ahora guarda un sonido espeluznante al besarla en cierto modo

una caja vacía que nunca abrió ni abrirá

muchas cartas del exterior

pocas cartas del interior.

Mas su ritual se despedaza cuando de tiempo en tiempo, diurnamente o bajo una lámpara, este hombre sin sombra sí tiene sombra, se coloca frente a ella, se extasia ante la mancha blanca o amarilla a la altura de los ojos, ante el par de brillantísimas estrellas, deslumbrantes diamantes sobre el pijama negro, plano, cartón a contraluz que se dobla desde el piso y escala, zarpa de pantera, la pared del cuarto o la muralla callejera.

Entonces le dan ganas de llorar lo que sabe. Entonces le dan ganas de llorar que sabe.


(Carlos Arboleda López. Luxemburgo, primavera de 1998.)

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