El hombre sin sombra no tiene sombra. Lo sabe. Categórica, empíricamente. Lo acepta. Escoge ser eremita entre la gente, sale poco de día y mucho las noches, sale regularmente solo, sale en compañía de un gato, sale en compañía de la luna. Tanto mejor si luna nueva, ocasión en que se promulga enteramente libre, se declara amigo de hombres, de mujeres, de sus efectos y artefactos. Por 27 días (por 27 noches) desaparece de escena, disimula su carencia de sombra, son pocos quienes pueden advertirlo; ya hace meses ni se preocupa y, por si acaso, ya ha fabricado, y si no, se rumoran coartadas:
un viaje a Calcuta
una diligencia en Australia
una peregrinación a Santiago
un amigo en París
una causa en Lisboa
una amante en New York
la corrección de un artículo
la hipnosis de una tela en blanco
el film irresistible; o, y solo en último caso,
la misantropía.
A pesar y a causa de su rutina noctambularia, el hombre sin sombra mira bien. Demasiado. Sus ojos le bastan para conocer el gozo. Por ello, les regala ritualmente placeres escondidos en objetos que, embelesado, descubre, colecciona, desviste y estudia:
una postal que reproduce un rostro bifronte
un cuento de hadas (más bien, de un hada) que inusitadamente leyó tarde, muy tarde
una reproducción de un cuadro belga que podría desnudarte de un tirón
una reproducción de un cuadro belga que podría ensombrecerte de un tirón
una reproducción de un cuadro belga que supone retratar a un escritor americano
una reproducción de un cuadro belga que supone retratar al mismo escritor americano
una escena de un cierto filme de un tal Hitchcock
una cierta escena arpística y cinematográfica de un comediante gregario, mudo y americano
tres retratos que le han inspirado un escritor argentino siempre viejo y siempre ciego: uno, caricatura, en marcador; otro, naturalista, al pastel; el último, a plumilla, subjetivísimo
un dibujo que lúcidamente hizo y que no entiende ni quiere entender
una caracola recogida en plenos Andes
una pluma de cisne recogida en una laguna flamenca
un cigarro cubano venido desde Holanda
una piedra esféricamente perfecta, obsequio de una chiquilla de cinco años
dos cristales pequeños, provenientes de dos diferentes espejos
una rosa que es una rosa y que es una rosa
una botella chilena que un día tuvo vino y tuvo demonio y ahora guarda un sonido espeluznante al besarla en cierto modo
una caja vacía que nunca abrió ni abrirá
muchas cartas del exterior
pocas cartas del interior.
Mas su ritual se despedaza cuando de tiempo en tiempo, diurnamente o bajo una lámpara, este hombre sin sombra sí tiene sombra, se coloca frente a ella, se extasia ante la mancha blanca o amarilla a la altura de los ojos, ante el par de brillantísimas estrellas, deslumbrantes diamantes sobre el pijama negro, plano, cartón a contraluz que se dobla desde el piso y escala, zarpa de pantera, la pared del cuarto o la muralla callejera.
Entonces le dan ganas de llorar lo que sabe. Entonces le dan ganas de llorar que sabe.
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