viernes, 30 de julio de 2010

Hombre sin huellas


Hay días en que me doy tanta lata, que recojo mis huellas de un solo bofetón al piso, las visto de naipe, las mato a la víspera. Luego las reparto indistintamente dentro de los buzones, sobre los pasos cebra, las despido en la estación, las empujo desde el puente. Las ordeno con tal arbitrariedad que yo mismo dudaría que les he puesto los ojos bizcos, las derechas sobre las izquierdas, las que vienen sobre las que van. Luego me dan pena, pobres huellas mareadas, y las regalo como aretes a los árboles, a los postes, a las barandas. 

Ya sin huellas, camino sobre la nieve, pluma sin tinta, clavo sin sonido. La gente me mira desconfiada, piensa "¿quién es este tipo que no deja huellas?, parece cosa del diablo". Pero yo me río. Sé que a los tres días exactos mis huellas llegarán con la correspondencia. O hallarán solitas el camino a casa, ya son huellas grandes que no se pierden ni se ahogan. O me escribirán desde Bruselas: "Carlos, querido, nos hemos duchado bajo el Manneken-Pis y hemos patinado en su estanque". O se acomodarán del lado correcto de árboles, postes y barandas, no conviene alborotar a perros, bicicletas y paraguas. 

Será entonces cuando nos reconciliemos y de tanto abrazo y tanta caricia les arquearé sus espalditas de gato, luego se dormirán con un ojo abierto, no vaya a darme otra vez la lata.



(Carlos Arboleda López. Bertrange, Luxemburgo. 1997.)

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