viernes, 30 de julio de 2010

Hombre y tabaco


Uno aspira y aspira; se infla; luego suelta el bocanazo y el humo no se eleva, sino se sostiene náufrago en el aire; se enremolina; baja; se cuela por entre las piernas de las mujeres; se bifurca; una rama cruza el túnel en busca de nuevas empresas, la otra escala a profundidades inimaginables. Pero las mujeres no son tontas, condición evidente en su empecinado esfuerzo por querer parecerlo: han venido preparadas como bien se debe, con medias nylon reforzadas a causa y a pesar del General Invierno que ya lanza sus guiñitos, que se cuelga trapecista de los oídos y, disimulado alquimista, los convierte en helados repollos de vidrio y cartón. Ni bien terminas de pensar en ello, ocurre el total acabóse: te alcanza un zumbido que te perfora la calavera, ha nacido de las grietas que parcelan la plaza, te ha escalado entero. Ya lo demás es previsible: al saberte presa de la disgregación -cuántas veces la esperaste-, compruebas que es inútil resistirse; tus moléculas se excitan como pezones de quinceañera y casi quieren perderse y separarse con una euforia que desquiciaría a los mismos físicos, más aún, a los músicos; vibras. Entonces, llega el turno de las metamorfosis: convertirte en humo, en estela abriendo los brazos; besar en las mejillas a un niño que corre perseguido por su sombra y su bufanda; cantar una nota aguda al oído de una muchacha concentrada en dibujar una catedral, descentrarla; compartir el vuelo de las palomas, confeti militar a contrapelo -¿cómo es que no se estrellan, cómo?-; mirarte reflejado y de cabeza en la cuchara junto a un tipo de piedra y arrugado; ser olor, entrar a golpes por las fosas, resbalar por la pituitaria y escapar entre los dientes de una dama encopetada; curiosear; intentar traspasar la funda plástica, tesoro secreto, del viejo vagabundo que frente al Hôtel de Ville; barrer el lomo de un león verde; disgregarte un poco más; tomar altura; superar la tropósfera con la esperanza de llegar al otro lado del océano, a una recámara donde una mujer relee cartas mientras ríe y llora al mismo tiempo y desliza una mano por la cabellera y las mejillas de fuego zanahoria. Del olor, pasar a ser calor, pelo y rabo de cometa, remolino huidizo; dividirte en partículas cada vez más diminutas, por única ocasión complacerte en existir en más un espacio simultáneamente, como algunos dioses hindúes; atravesar los límites del tiempo, ese otro tabaco; acariciar la última succión mientras contemplas la plaza por última vez: una multitud que se apiña en torno a tus ropas caídas y vacías, a las cenizas sobre una banca de madera, a un libro desplomado, letra inerte con una fotografía en medio -belleza de funda plástica-, a la hojarasca que con el viento, gritos y desorden y estupor y gente chocando. Escuchar, por fin, la aspiración de tu último fragmento hacia el incomprensible pulmón del cielo, del cosmos roncando panza arriba.


(Carlos Arboleda López. Luxemburgo, diciembre de 1997.) 


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