como si la cojera de uno
aumentase su disfunción al cien por ciento
y como si el parche en el ojo
se tomase por asalto las dos cuencas.
Le nace un bucle extraño cualquiera
que gira en cualquier sentido:
te otorga una alegría zoológica
y, equilibrista en las neuronas,
te encuentra fontanero de tiempo,
entomólogo de cachivaches,
remolino de barajas al viento;
proyecta cada puño desmayado,
la anatomía de los aeropuertos,
los pasaportes vencidos,
los gallos que quedarán para Esculapio,
las bisagras que mienten una vez de cada dos
y, cosidos a la boca de los párpados,
los ecos de los ecos de una imagen
redibujada, vítrea, transatlántica
(la ceguera te aventaja, te amanece).
El mío es un piratazgo itinerante:
como Tristana zapatea la pata, el palo,
ama, desama, practica el piano
(la cojera testamenta, te traiciona);
se conduele al percatarse
de su estrellato de péplum,
de historia no venida,
de parapeto saltado;
te embriaga en tal posthistoria,
abisma todas las palabras,
desnace todos los sonidos,
deshora todos los silencios,
genera otro bucle, sentido inverso al anterior,
dibuja los linderos de este abismo;
te paras en el filo del alféizar,
te olvidas de los pianos, das el brinco
y, mientras caes deslenguado,
rectificas:
"el mío es un piratazgo acantilado".
(Carlos Arboleda López. Quito-Madrid. 1995-2002.)
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