Y tengo una palabra que no habita en la punta de la lengua,
se escurre por cada intersticio de los dientes,
por cada capilar del cuerpo;
la persigo, no la alcanzo, me burla, se resiste,
me le entrego, me repudia, la olvido, me posee;
una palabra tatuada en mis tejidos,
inquilina inquisidora de esfenoides y de esteras;
se refugia en el patio de la infancia,
en la última euforia, en el primer agobio,
en la esperanza nonata,
en el epitafio y la losa,
en cada miasma,
en cada prístina intención,
en cada próxima extensión.
Navega, la persigo, y es muda y se muda.
Me ocupa y la ocupo.
Esa palabra es yo mismo
(Carlos Arboleda López. Luxemburgo, 1998.)
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