Una mujer me alumbra estigmas:
de una mano sangro un par de violoncellos
de la otra, tres fonemas,
dos sinapsis,
un cogote
por un pie se me escapa la filia a la fobia
por el otro, la fobia a la fagia
del costado se desgrana ceniza,
tres pinceles,
las postales
de una tierra que fue mía, que me tuvo.
Una mujer protege dos acuarios tras sus ojos
yo me asomo, ratita borracha, hormiga sin antenas,
mas no encuentro pulpos,
corales
o escafandras
ni tan sólo sirenas,
cofres,
vientos alisios.
En su lugar me enfrento a Alfa Centauri y Betelgeuse
cortejándose calidoscópicas
en el poso de una taza de té
distraídas,
intraterrenas,
olvidadas.
(Luego, la ciudad nos recibe
domésticos,
prosaicos,
rutinarios
desterrados para siempre por un día.)
Luna tras luna, sin memoria ni ausencia
profesando devoción de sorites panza arriba
esta mujer me alumbra estigmas, peces, estrellas,
almas como hipos aturdidos,
banda de ladrones que se escapan piel adentro.
(Carlos Arboleda López. Madrid. 2001.)
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