martes, 10 de agosto de 2010

Hold On, John! 25 años son nada

Este artículo fue publicado en revista El Búho, de Quito, con ocasión del 25º aniversario de la muerte de Lennon.


Y ahí llegó Lennon hablando de amor, Qué pasa en la Tierra que el Cielo cada vez es más chico.

Fito Páez, Del 63

De dónde viniste así, navegante celestial De dónde te vino eso, suicida espiritual, Hasta dónde alcanzarás, sembrador de soledad

Hugo Idrovo, Recuerda a Lennon

Imagino una carpa de gitanos, donde una bruja de las de feria elucubra su esfera de cristal, frente a un muchacho apático y despreocupado, con un rostro desdeñoso e indolente. Digamos que este chico es John Winston Lennon, huérfano, estudiante de arte, tiene fama de borracho, insolente, buscapleitos, apasionado por esa música enloquecedora que dan en llamar rock’n’roll y por las faldas, no es el tipo de chico que quisiéramos por yerno, más bien se acerca a lo que no dudaríamos en llamar un imbécil cualquiera. Imagino que esta bruja creería que seguramente su bola vaticinadora ha decidido volverse loca, pocos años después habría pensado en una interferencia de telecomunicaciones o algo así (estamos situando esta escena en Liverpool, 1956, el Sputnik no se había lanzado, siquiera), pero, lo que es seguro, es que tras ver el futuro del gamberro que tiene al frente se plantearía de nuevo su carrera, cerraría el quiosco, abandonaría la fe (o, en el peor de los casos, adquiriría alguna), le daría unos peniques al chico y le diría “por qué no te quedas más bien quietecito, cómprate alguna golosina y no hables con nadie, menos si se llama Paul, Brian o Yoko”. Porque lo más seguro es que si se decide a contar la vorágine de hechos que ha visto para su vida y su destino, el muchacho largaría una carcajada de incredulidad, robaría algún artefacto del bazar y se iría a recorrer las calles portuarias o a pasar la tarde en el cementerio de Strawberry Fields, olvidando, sobre todo, la parte de “quédate quietecito”.

No seremos lo bastante ingenuos como para aclarar que este episodio nunca sucedió, aunque habría sido bonito si (nunca se sabe, aún hay gente que cree todo lo que lee en las revistas o lo que ve en diosa televisión). Ya se hablado y escrito demasiado sobre la historia, casi leyenda, de Lennon: Liverpool, la tía Mimi, los Quarrymen, Tony Sheridan, por fin, los Beatles, noches de locura en Hamburgo, Brian Epstein, Londres, Ringo por Best, George Martin, yeah-yeah-yeah, flequillos y botas de cuero, Rubber Soul, Revolver, las giras por el estudio de grabación, Cynthia Lennon (ergo, Julian Lennon), la India, LSD y pelo largo, Sgt. Pepper’s, Yoko Ono (ergo, chao Cynthia), Apple y concierto en el tejado de Abbey Road, chao Beatles, Imagine all the people, Give peace a chance, refugio en New York, causas pacifistas y terapias de primal scream, fin de semana (de año y medio) perdido en California, Phil Spector, Sean Lennon, persecución de la CIA y el FBI, Dakota Building, Mark Chapman, 8 de diciembre del ’80, una generación entera llorando más triste que Vallejo cuando escribió “ese no puede ser sido”.

El Lennon que nos interesa, a quienes nos interesa, es siempre el Lennon personal, de bolsillo, el que nos ha seducido y fascinado, el que odiamos y amamos por turnos, el rebelde, el contradictorio, el exhibicionista, el intimista, el vanguardista, el clásico. En fin, el Lennon misterio, el Lennon enigma, sencillo y complejo como las verdades básicas, como el instinto.

Como toda buena relación amorosa, la pasión por Lennon empezó, más bien, por animadversión. Odiaba la primera época de los Beatles. Me chocaba el espíritu ye-yé. Estudiaba música, en un extremo Bach, en el otro, Stravinsky y los Beatles de la época de la serie animada de la BBC me parecían, sencillamente, insufribles, no pertenecían al universo serio de la música. Mucho tiempo después, y no frente al pelotón de fusilamiento, la relectura de esa música y el colocarla en contexto me abrirían los poros hacia la gigantesca estatura que tenía (y tiene). Entender que discos como Abbey Road o Revolver son geniales es, relativamente, fácil. Lo difícil era ver que habían sido desarrollados a partir de esas primeras sencillas canciones (¿sencillas? en la época, cualquier cosa que no sonara a Cole Porter o, siendo modernísimos, a Elvis Presley, era ciencia ficción), mediante un aceleradísimo proceso creativo, prolífico y valiente, realizado por músicos cuya intuición, experimentación y voluntad pudieron más que el escepticismo y el pesimismo del orden mundial tras la Segunda Guerra. Luego, mejor abrir la ventana a la alegría.

El idilio con Lennon pasó a su segunda etapa: en principio te cae mal por su descarado vitalismo, por atreverse a divertirse con lo que hace, sin mayor profundidad ni pretensión que disfrutar de los gritos de las gruppies y sentirse idolatrado; luego, te detienes un poco, porque a este frívolo se le ocurre decirte, de pronto, cosas que te rompen el alma y, al igual que en las relaciones amorosas, caes ante el encanto de sus particulares lisonjas. Hablo de la época del disco Help!, en adelante. Canciones como Help!, Nowhere man, Tomorrow never knows, I’m the walrus, Because, por mostrar diferentes registros del espectro, te hermanan con este tipo como uno, solo en medio de todos, ya no todo es tan ye-yé y es el inicióse de la avalancha. Al igual que con la influencia de la música de Elvis para reinventarla en su propia obra, Lennon supo aprovechar el encuentro y las palabras de ese muchacho irreverente y hermosamente poético que conoció en New York, un tal Bob Dylan que, aparte de dejarle el gusto por la marihuana, supo inyectarle el gusanito de la conciencia: si vas a hablar, por lo menos di cosas que valgan la pena. De ahí, a llegar a canciones como God o Working Class Hero, falta aún tiempo y vida y madurez, pero, después de todo, antes de los 30 años, Lennon ya dejó una huella que define nuevas posturas sociales, culturales y, no es superficial decirlo, filosóficas.

Luego de las palabras, los hechos: te enteras que era un tipo radical, que se encara a las mentiras que exige el comportamiento políticamente correcto y las instituciones (“los de las primeras filas sacudan sus joyas, los demás pueden aplaudir”, devolver la condecoración del Imperio Británico, “somos más populares que Cristo”), que se viste como se viste, lleva el pelo como lleva, escribe lo que escribe, utiliza su condición de celebridad para algo más que hacer dinero y ganar publicidad, hace de su vida su vida y, encima, está orgulloso de todo eso y le importa un bledo lo que piensen los demás al respecto... Un tipo así es el héroe de cualquiera. Alguien que te toca en donde no sabes que te pueden tocar, que se atreve a cambiarte la vida, a sembrar, gana el combate por puntos. Sin contar, si nos ponemos técnicos, con los hallazgos conceptuales a nivel musical, de sonido, de experimentación rítmica y melódica, en fin, que el muchacho nunca se quedó quietecito. Después de haber peleado un buen tiempo contra el canto de sirenas de la obra lennoniana, tuve que admitirlo: lo amaba (como pueden ver, sucede igual que en nuestras telenovelas cotidianas).

Odiaba amarlo, porque John Lennon no era un santo ni una lumbrera, no cantaba bien ni tocaba excepcionalmente, su vida doméstica tuvo muchos bemoles (contrariamente a sus armonías) y tenía un carácter de perros. Probabilísticamente, tenía todas las de perder, no entendía por qué la fascinación, por qué la trascendencia que tuvo / tiene. Lennon, ahora, tendría que haber sido gringo, por lo menos, para lograr un mínimo de lo que logró. ¿De dónde, entonces, su éxito y su permanencia? De que, sencillamente, mostraba que era humano, demasiado humano, que es lo que las personas esperamos ver reflejado en nuestros artistas, nuestros mitos, nuestros guías e incluso, a veces, frente al espejo. Estuvo en el momento justo, en los lugares justos, con los medios justos, supo decir eso que siempre quisimos decir y no pudimos o no sabíamos cómo y, finalmente, se murió (lo mataron) a tiempo.

Simplemente, sin Lennon no tendríamos lo que nos dejan Yes o Genesis o Rubén Blades o Charly García o Pat Metheny o Hugo Idrovo, por mencionar poquísimos. Sin Lennon, no existiría Mafalda. Sin Lennon, no tendría vínculo con la mayoría de amigos y colegas actuales, en muchos tiempos y muchas geografías. Sin Lennon, habría sucumbido al así sea del 95% de la música basura que circula en el ambiente (la estadística no es mía, cito a Sting, otro fan de Lennon, en una entrevista reciente), no llevaría el cabello largo (no connotaría una actitud) ni sentiría esa complicidad amistosa que se da al ver a alguien usando quevedos y como cantando en la mente “I don’t wanna be a soldier, mamma, I don’t wanna die”. Sin Lennon, estaría quietecito. Y sin embargo, en 1970, él ya había constatado: “Todo sigue igual, salvo que algunos chicos llevan el pelo largo”. El idealista sabía que el entorno no cambia así como así, pero que se puede afectar la conciencia individual si así se quiere. Sobre estos tiempos en que cualquier canción de Lennon sigue vigente (la mujer sigue siendo el nigger del mundo, la guerra puede acabar si queremos, nadie te quiere si estás abajo y afuera, seguimos imaginando un mundo más decente, seguimos jugando guerrillas mentales, esperando el karma instantáneo, seguimos mirando pasar las ruedas), igualmente, vaticinó: “es igual, pero diferente”.

Lennon nos recuerda constantemente la fuerza del amor (del real love, that is all you need). Gracias a él, y a otros como él, aún puedo creer que la buena voluntad y la bondad tienen más poder que la farsa y la fantochería de las miserias y entelequias cotidianas. Aun, escribiendo estas líneas en Quito y nuevo siglo. La sombra de Lennon todavía se extiende, afortunadamente, gracias y a pesar de esa nueva forma de inmortalidad que dan los medios. Al fin y al cabo, 25 años, incluso 65, fueron ayer, tan sólo, y no todo el mundo se da el lujo de cambiar la Historia alguna vez en la vida. O, por lo menos, una vida alguna vez en la Historia.

(Carlos Arboleda López.  Quito.  2005.)

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